viernes, 29 de abril de 2011

LA PALABRA EN EL LÍMITE

Argemiro Menco Mendoza. Poeta, escritor y periodista. Nació en 1948 en Piza (Sucre), Colombia. Es autor de los poemarios Secretos míos,,, (¡al arca de la luz!) (Lealón, Medellín 2000), Las sombras del Asedio (Los Conjurados, Bogotá 2007) y Reseñas de naufragios (Editorial Universidad de Cartagena–Editorial Pluma de Mompox. Bogotá 2010). Antologado en 50 poetas colombianos y Una Antología (Ibagué), por las revistas Prometeo (Medellín), Común Presencia (Bogotá), Cartapacios (México), Candil, Epigrama, Caballito de Mar(Cartagena), El Diario de Aragua (Maracaibo-Venezuela). Ha sido columnista del periódico El Espectador, colaborador de los diarios El Universal, El Heraldo y de revistas literarias de Latinoamérica. Especialista en Universitología y en Didáctica del Lenguaje y la Literatura. Es profesor de la Universidad de Cartagena -donde obtuvo el título de Abogado-, y de la Universidad Tecnológica de Bolívar. En la actualidad prepara la traducción de sus poemas al inglés, portugués e italiano.



Miguel Torres no escamotea los hechos y navega seguro:
explora con pulso firme el paisaje adyacente y el más remoto,
el que bordea los sueños; y, por qué no, el que se asoma a los
abismos de la muerte.
Felipe Santiago Colorado

Después de descubrir cómo perduran los lugares íntimos y el tiempo vivido en La estación del instante –nuevo poemario del poeta Miguel
Torres Pereira–, vale afirmar que su palabra dinamiza espejos de existencia y estados de alma, en instantáneas, donde germina la memoria y papita una mirada de hondas pesadumbres.

Estos lapsos –momentos de momentos– singularizan experiencias de vida vulnerable. Son recintos de celajes altísimos; heridas y nostalgias que unen a la morada con sentimientos cósmicos crecidos en el patio; desasosiegos que se refugian en las preguntas eternas, buscando bajar del cielo o extraer de la tierra caribeña una respuesta, el consuelo del sentido. La sombra del fuego y la lluvia purifican el lodo de la angustia. El sufrimiento se quebranta en la fragilidad de la materia. La abreviatura del destino es epitafio de lo efímero. Lo perdido aparece como si fuese una porción mágica del mundo de Aurelio Arturo. Hay fragmentos de historias donde todo fluye como efecto de una pluma sombría, pues sólo la poesía es el lenguaje capaz de correrle el velo a nuestras hondas laceraciones, las verdaderas miserias.

Un sismógrafo es el poeta cuando registra «el dolor de cada muro», la obra de ese ángel extraño que afila su «angustia milenaria» en sus huesos, el llanto de los dioses y, con mayor razón, las lágrimas lastimadas del origen o las del yo pluralizado. A esto se suma la rudeza de la existencia, «la carga obligada» del cuerpo y ese «sitio obligado», que en el orden metafísico nos corresponde vivir. El poeta
nos expresa un infierno y padece como hombre. Pero sucede que al seguir «escapando a los cuchillos» posterga su desplome hacia el abismo. Declara que la vida es un «instante que le regaló la muerte». Es la dialéctica del eterno vivir y del eterno morir, para luego renacer: la sensación de lo que redunda hasta el hastío: «sólo entonces se repetirá mi génesis/ para morir de nuevo». Asimismo, el Ser del poeta es consciente de su levedad. Él aborda el acontecimiento de la muerte, como lo hizo Montaigne –con lucidez escalofriante, pensándola en cada instante para aprender a morir–. Entonces pareciera que el poeta le pierde el miedo a la muerte, esa otra estación oscura de los últimos instantes. Allí grita encadenada la migración ineluctable.

Representarnos este fondo es lidiar la derrota, hasta en las mínimas intermitencias del La estación… El ejercicio del hablante lírico se torna en gimnasia espiritual que sublima la amenaza, lo más cierto que uno tiene: el más terrible advenimiento. Ahora contemplemos algunos versos que aprisionan «situaciones límites», de las que hablaba Jasper, salpicados por el color y el aroma de la muerte: «la última noche de tus ojos»; segmentos que evocan el suspiro final del padre, «el aroma triste de los últimos cerezos del jardín»; «bebamos pronto el último sorbo», como si fuera la réplica de Sócrates, o de un Omar Khaiyam; la brisa de un invierno estrangulándose en «la garganta del último diluvio».

Crepúsculo y síntesis: una luz extraviada nos revela ilusiones de ceniza: «Ojalá cuando llegue el último sol… la tierra me sea leve». Deseos urgentes del poeta: que el peso entenebrecido se diferencie
de las agujas o las lluvias de octubre que lo trajeron a este mundo. Nuestro ojalá: que, por entonces, el poeta reciba el amor y la ternura que necesita de la Divinidad, para que el instante del adiós definitivo «a estos despojos» de la vida no resulte tan cruel y despiadado.

Saludamos esta noble poesía, distinguida por la sinceridad y el donaire alquímico de su palabra. Es un lenguaje difusor de encantos cuyas imágenes universales nos comunican, con mucha sutileza, los renuevos creativos de su autor.


Argemiro Menco Mendoza

Llueve en el cielo de la alta fantasía


Germán Villamizar. Poeta, traductor y ensayista. Nació en San Jacinto del Cauca, departamento de Bolívar, Colombia. Ha publicado textos y poemas en revistas y periódicos culturales de América Latina. En la actualidad es profesor de literatura en la Universidad Pedagógica Nacional de Bogotá. Autor de Silencio de la Huella, 2003.

El libro de Miguel Torres Pereira, La estación del instante, es un viaje de la fantasía que vuelve con su equipaje-mundo a esculcar los rincones de la casa. Para llegar de nuevo a esa ronda de pocas voces que es la infancia, el poeta descubre un rastro de luces y sombras tejido por recuerdos inconclusos. Imágenes cotidianas inundan la escena: el fuego y la ceniza; el corredor y el patio; el barro y la hierba; el relámpago y la lluvia. Los girasoles se nutren de una doble tragedia: augures del fuego solar, reflejan el frío del tiempo inhóspito. Los baúles, donde quizá Breton podía desdoblar rayos de luna, guardan el eco del pasado y tal vez se nieguen al ritual de la llave en la cerradura.
El rumor de las palabras se deshace en un tríptico extraño en este libro: Atrapando un poco de luz, Orillas confesadas y En otro ámbito. Prisa, límite y contorno, convocados por el poeta. Prisa por sentir que los orígenes se escurren como agua de acequia, como la última constelación de los vencidos; límite en la oquedad del caracol, desplegado en una espiral de augurios, o en el sueño que se refugia en un rincón de la noche para reinventar la cómplice gramática del día; contorno señalado por las alas de los ángeles en la oscura tempestad de los eclipses.
Miguel Torres cabalga entre la imagen del oficiante y el rompeolas de la memoria: la acumulación de tensiones multiplica la tragedia. Como en su poema “Lo que ofrezco al final de la noche”, la voz semeja una lenta letanía que desgrana y siembra objetos en el paisaje del patio, en la madera de la repisa, en el alar sin vuelo del tejado, en la piel del asombro, en la piedra y en el fuego. La tragedia reposa desnuda en palabras que andan por la casa y penetran silenciosas en los ojos sin notificarnos su presencia. Todo es sutil, pero denso, en el poemario de Miguel, hasta en la imagen juguetona en apariencia que intenta borrar el sobresalto:

Mis palabras son sueños
de luciérnagas
que sueñan con estrellas

Una suerte de encabalgamiento de los sueños en que las palabras se hacen luz y el texto resplandece con una claridad de animal y cosmos, de vecindad y lejanía.
Los elementos, o lo elemental, se deshacen  en las páginas de este libro: del fuego o la luz al agua, de la tierra al aire y de estos a la madera, el quinto elemento en la cultura china. El fuego campea desde el primer título hasta el último: se percibe el ruido seco, rápido y repetido del leño que arde y el reflejo de la luz solar que pasando por la luna desaparece en las cuencas sin ojos. Incendio y oscuridad; muerte con alas calcinadas.  Como una eterna promesa, Prometeo encarna en el poeta para alumbrar el texto, aun con la tragedia. Como una efímera promesa, el leño descubre su destino.

Fue prometeo jugando con los hombres
quien se atrevió a colocar en sus manos el fuego

mi promesa de ceniza

La imagen de la tierra se ablanda en el barro, en una especie de amalgama con su opuesto: el agua, o en el patio donde la lluvia deja oír su oscuro canto, o en el tinajero, que es cisterna y fuente, que contiene y se desborda, que aprisiona y purifica destilando el contenido.

la sombra del tinajero y su milagro cóncavo
destilando secretos en el rincón

Recorrer con el poeta los lugares secretos, deambular como fantasma entre los vientos, descifrar el milagro del caracol que se abre al infinito, indagar por los ombligos en los árboles, auscultar lejanías en el aleteo infame de los pájaros, leer el hechizo iluminado o abrevar en el aljibe son rituales a que invita la palabra de Torres Pereira mientras ríe el relámpago en el tenue pabilo de las lámparas.
En este remolino de ausencias, nacen vuelos y caídas ocultos por la presencia de objetos familiares que atestiguan y conjuran los desvelos de una palabra torturada por la angustia, mientras la tinaja de la noche se acurruca en el aljibe  implorando que un día la tierra nos sea leve como el canto.

El poemario de Miguel Torres contó con la ilustración de la pintora Rosnell Baud.