domingo, 27 de noviembre de 2011



  GONZALO MÁRQUEZ CRISTO


Nació en Bogotá, Colombia, en 1963. Ha publicado dos ediciones del poemario Apocalipsis de la rosa(Quimera del Oro, 1988 - Hojas Sueltas, 1990); la novela Ritual de títeres (ganadora de Beca Colcultura en 1990: Tiempos Modernos Editores, 1992); El Tempestario y otros relatos (Común Presencia Editores, 1998); La palabra liberada (Colección Los Conjurados; Tres ediciones, Bogotá, 2001, 2005 y 2007), la antología Liberación del origen (Universidad Nacional de Colombia, 2003) y Oscuro Nacimiento (Primera Mención concurso nacional José Manuel Arango, Colección Los Conjurados, Tres ediciones, Bogotá, 2005, 2006 y 2007). En 1989 participó en la fundación de la revista cultural Común Presencia (reconocida con Beca Colcultura a mejor publicación cultural del país, 1992.


EL FUEGO

MI PROMESA DE CENIZA

El milagro de la imagen poética protege este nuevo libro de Miguel Torres Pereira. Lo elemental alcanza su insólita y necesaria pulsación. Las fuentes de la infancia, las huellas del animal imaginario que llamamos fuego, el deslumbramiento ante las dulces presencias de la naturaleza, trazan una aparente serenidad donde el poema danza sobre el agua, donde la voz encuentra  un equilibrio siempre dispuesto a lanzarse al abismo. Pues aquí  la poesía  es memoria transfigurada, palabra en vilo, noche devorada, grito verde.

TODO LO ENTIENDO

TODAVÍA SIGO ESCAPANDO A LOS CUCHILLOS

El poeta usurpa el país original del sueño con armas aguzadas, los presagios dibujan su horizonte temerario, la memoria resucita los poderosos signos y entonces el lector puede dialogar con un inconmovible silencio capaz de revelar que la sombra es nuestra imagen tachonada y que un ángel perverso roba siempre su leche materna. Aquí los girasoles persiguen incesantes el ojo del cielo, no existe fuga para la astromelia estremecida, el aroma de los naranjos aflora de esta escritura desolada, y la luz que atrapamos  en las manos conjura la legión de fantasmas de alguna evocación inderrotable.

Poesía: metamorfosis, disolución esencial. Cuando el azul se torna negro, la luna es amenazada  por los bebedores de agua. Este es el lugar de la arcilla investida, de la sed inconclusa del sueño.        
                             
Estación del instante, tiempo cautivo, huida inmóvil, fugaz eternidad del  poema.
                                                                                                    
                                                                               GONZALO MÁRQUEZ CRISTO.
                                                                                POETA Y EDITOR
                                                                                
UN MILAGRO CREPITANTE


Los dioses no sabían que yo amaba
                                      el rito purificador
no advirtieron mi esencia fragorosa
tampoco sospecharon
que la intimidad de la piedra
me ofrecía su espíritu
en el grito de la hoguera

Fue Prometeo jugando con los hombres
quien se atrevió a colocar en sus manos
el fuego
mi promesa de ceniza

                                                                                                 

martes, 9 de agosto de 2011

Fotos Miguel Torres Pereira

Gabriel Garcia Marquez y Miguel Torres Pereira

Argemiro Menco mendoza, Mariana de Castro,Gonzalo Márquez y Miguel  Torres pereira

Argemiro Menco Mendoza,Gonzalo Márquez Cristo, Miguel Torres Pereira

En  Casa de Poesía Silva.  

Gonzalo marquez cristo, Miguel Torres Pereira

Gonzalo Márquez,  Miguel Torres, Argemiro Menco,Amparo Osorio

Jhon Junieles,Santiago Colorado, Gregorio Alvárez, Argemiro, Miguel Torres, René Arrieta y Margarita Vélez

Meira Del Mar y Miguel Torres

Miguel Torres Pereira y Hernando Socarrá

Miguel Torres Pereira y José Ramón Mercado

Miguel Torres, Jhon Junieles y René Arrieta.

Miguel Torres Pereira, Gonzalo Marquez Cristo. Lanzamiento Feria del Libro- Bogotá.

jueves, 4 de agosto de 2011

ESTACION DEL INSTANTE.

CRISTO GARCIA TAPIAS

Poeta, Escritor y Periodista. Nació en Chochó, Sucre, Colombia. Graduado en Filosofía y Letras, Especialista en Gerencia de Recursos Humanos; Diplomado en Finanzas y Seguros. Su poesía ha sido registrada en las siguientes antologías: Quien es quien en la poesía colombiana, Bogotá 1998; Poetas en abril, Medellín 1985; Poetas en el Camino, Sincelejo 1998; Poesía y Poetas de Sucre, Bogotá 1996; Antología de la Poesía Sucreña Contemporánea, Sincelejo 1996.

El Universal. Cartagena 30 Octubre 2008.

La poesía viene a ser esa aventura que confirma al hombre en su esencialidad y lo salva. Una sucesión de instantes que lo prolongan y devienen en la multiplicidad de presencias que lo circundan, definen y materializan.

Nada hay más sustantivo en el hombre que esa condición invisible que la poesía convoca y evoca. Y, como si no bastara el signo de la especie que lo connota, lo insta a reafirmarse en esa evocación como suprema manifestación de existencia.

Cuanto de íntimo y esencial tiene que exteriorizar el hombre, es a la poesía a la que le corresponde mediar en ese tránsito y erigirse en portadora de señales y signos de presencia avasalladora; de asombrosa figuración y realismo que de otra forma no sería dable saber ni conocer:

El milagro de este asombro
festeja signos y presencias
Yo descubro
en tu vientre el temblor de un yodo antiguo
un beso reiterado que esculpe la roca
en una orilla sin tiempo.
Y más acá del alma que en ella adquiere materialidad, conjugada en la poesía deviene la memoria, ese decir que ya no es pero que queda como huella indeleble del existir, de esa sucesión de instantes que no acaban de pasar en la perennidad del hombre. Ni lo dejan sucumbir en el ostracismo del ser:
Sucesión de instantes que callan
sus coordenadas fragorosas
Cuchillos que violentan cada sueño
en la garganta ancestral de este lamento.
Cuajada en la estación del desgarramiento y la pesadumbre, la poesía de Miguel Torres Pereira, Arjona, Bolívar, es ese presentido tránsito de lamentaciones que va por el hombre y, desde el hombre, proclama sus soledades y agonías; su noche prolongada hasta la nada, en la cual habrá de extinguirse:
Mamá cree que la noche apagará su lámpara
teme que la poca luz que aún queda en mis manos
la gasten las luciérnagas para pintar su abdomen
y la noche nos devore.
Pero si los finales, simbolizados en la luz que se extingue, en la noche que lo devora y devuelve a la pavura, son cantados con hondo lirismo por el poeta, no es menor la intensidad con la cual la génesis, el alumbramiento del hombre, la infancia en suma, eclosiona en la poesía íntima de Torres Pereira:
Infancia sagrada ungida con hierbas y asombros
festejada en el filo de la luz
con una ronda de pocas voces.
Porque cuanto de infancia que da en el hombre, sus primeros y definitorios celajes vitales, solo a la poesía le es permitida recobrarlos con vigoroso aliento.
Y todo, porque en infancia y poesía conjuga el hombre prodigiosa memoria contra el olvido, incluido el más perverso de todos los olvidos: el olvido de sí mismos.
Y como en las mitologías que preceden al hombre y lo anuncian, arde en la poesía de Miguel Torres Pereira el fuego que avivará la memoria y prevalecerá en él hasta el fin de los tiempos:
 Fue Prometeo jugando con los hombres
quien se atrevió a colocar en sus manos
el fuego
mi promesa de ceniza.
Ceniza que volverá a ser fuego y como en la mitología, alumbrara el renacer del hombre en la poesía.
Miguel Torres Pereira, Estación del Instante, Poesía, Común Presencia Editores, Bogotá 2007.

elversionista@yahoo.es














viernes, 29 de abril de 2011

LA PALABRA EN EL LÍMITE

Argemiro Menco Mendoza. Poeta, escritor y periodista. Nació en 1948 en Piza (Sucre), Colombia. Es autor de los poemarios Secretos míos,,, (¡al arca de la luz!) (Lealón, Medellín 2000), Las sombras del Asedio (Los Conjurados, Bogotá 2007) y Reseñas de naufragios (Editorial Universidad de Cartagena–Editorial Pluma de Mompox. Bogotá 2010). Antologado en 50 poetas colombianos y Una Antología (Ibagué), por las revistas Prometeo (Medellín), Común Presencia (Bogotá), Cartapacios (México), Candil, Epigrama, Caballito de Mar(Cartagena), El Diario de Aragua (Maracaibo-Venezuela). Ha sido columnista del periódico El Espectador, colaborador de los diarios El Universal, El Heraldo y de revistas literarias de Latinoamérica. Especialista en Universitología y en Didáctica del Lenguaje y la Literatura. Es profesor de la Universidad de Cartagena -donde obtuvo el título de Abogado-, y de la Universidad Tecnológica de Bolívar. En la actualidad prepara la traducción de sus poemas al inglés, portugués e italiano.



Miguel Torres no escamotea los hechos y navega seguro:
explora con pulso firme el paisaje adyacente y el más remoto,
el que bordea los sueños; y, por qué no, el que se asoma a los
abismos de la muerte.
Felipe Santiago Colorado

Después de descubrir cómo perduran los lugares íntimos y el tiempo vivido en La estación del instante –nuevo poemario del poeta Miguel
Torres Pereira–, vale afirmar que su palabra dinamiza espejos de existencia y estados de alma, en instantáneas, donde germina la memoria y papita una mirada de hondas pesadumbres.

Estos lapsos –momentos de momentos– singularizan experiencias de vida vulnerable. Son recintos de celajes altísimos; heridas y nostalgias que unen a la morada con sentimientos cósmicos crecidos en el patio; desasosiegos que se refugian en las preguntas eternas, buscando bajar del cielo o extraer de la tierra caribeña una respuesta, el consuelo del sentido. La sombra del fuego y la lluvia purifican el lodo de la angustia. El sufrimiento se quebranta en la fragilidad de la materia. La abreviatura del destino es epitafio de lo efímero. Lo perdido aparece como si fuese una porción mágica del mundo de Aurelio Arturo. Hay fragmentos de historias donde todo fluye como efecto de una pluma sombría, pues sólo la poesía es el lenguaje capaz de correrle el velo a nuestras hondas laceraciones, las verdaderas miserias.

Un sismógrafo es el poeta cuando registra «el dolor de cada muro», la obra de ese ángel extraño que afila su «angustia milenaria» en sus huesos, el llanto de los dioses y, con mayor razón, las lágrimas lastimadas del origen o las del yo pluralizado. A esto se suma la rudeza de la existencia, «la carga obligada» del cuerpo y ese «sitio obligado», que en el orden metafísico nos corresponde vivir. El poeta
nos expresa un infierno y padece como hombre. Pero sucede que al seguir «escapando a los cuchillos» posterga su desplome hacia el abismo. Declara que la vida es un «instante que le regaló la muerte». Es la dialéctica del eterno vivir y del eterno morir, para luego renacer: la sensación de lo que redunda hasta el hastío: «sólo entonces se repetirá mi génesis/ para morir de nuevo». Asimismo, el Ser del poeta es consciente de su levedad. Él aborda el acontecimiento de la muerte, como lo hizo Montaigne –con lucidez escalofriante, pensándola en cada instante para aprender a morir–. Entonces pareciera que el poeta le pierde el miedo a la muerte, esa otra estación oscura de los últimos instantes. Allí grita encadenada la migración ineluctable.

Representarnos este fondo es lidiar la derrota, hasta en las mínimas intermitencias del La estación… El ejercicio del hablante lírico se torna en gimnasia espiritual que sublima la amenaza, lo más cierto que uno tiene: el más terrible advenimiento. Ahora contemplemos algunos versos que aprisionan «situaciones límites», de las que hablaba Jasper, salpicados por el color y el aroma de la muerte: «la última noche de tus ojos»; segmentos que evocan el suspiro final del padre, «el aroma triste de los últimos cerezos del jardín»; «bebamos pronto el último sorbo», como si fuera la réplica de Sócrates, o de un Omar Khaiyam; la brisa de un invierno estrangulándose en «la garganta del último diluvio».

Crepúsculo y síntesis: una luz extraviada nos revela ilusiones de ceniza: «Ojalá cuando llegue el último sol… la tierra me sea leve». Deseos urgentes del poeta: que el peso entenebrecido se diferencie
de las agujas o las lluvias de octubre que lo trajeron a este mundo. Nuestro ojalá: que, por entonces, el poeta reciba el amor y la ternura que necesita de la Divinidad, para que el instante del adiós definitivo «a estos despojos» de la vida no resulte tan cruel y despiadado.

Saludamos esta noble poesía, distinguida por la sinceridad y el donaire alquímico de su palabra. Es un lenguaje difusor de encantos cuyas imágenes universales nos comunican, con mucha sutileza, los renuevos creativos de su autor.


Argemiro Menco Mendoza

Llueve en el cielo de la alta fantasía


Germán Villamizar. Poeta, traductor y ensayista. Nació en San Jacinto del Cauca, departamento de Bolívar, Colombia. Ha publicado textos y poemas en revistas y periódicos culturales de América Latina. En la actualidad es profesor de literatura en la Universidad Pedagógica Nacional de Bogotá. Autor de Silencio de la Huella, 2003.

El libro de Miguel Torres Pereira, La estación del instante, es un viaje de la fantasía que vuelve con su equipaje-mundo a esculcar los rincones de la casa. Para llegar de nuevo a esa ronda de pocas voces que es la infancia, el poeta descubre un rastro de luces y sombras tejido por recuerdos inconclusos. Imágenes cotidianas inundan la escena: el fuego y la ceniza; el corredor y el patio; el barro y la hierba; el relámpago y la lluvia. Los girasoles se nutren de una doble tragedia: augures del fuego solar, reflejan el frío del tiempo inhóspito. Los baúles, donde quizá Breton podía desdoblar rayos de luna, guardan el eco del pasado y tal vez se nieguen al ritual de la llave en la cerradura.
El rumor de las palabras se deshace en un tríptico extraño en este libro: Atrapando un poco de luz, Orillas confesadas y En otro ámbito. Prisa, límite y contorno, convocados por el poeta. Prisa por sentir que los orígenes se escurren como agua de acequia, como la última constelación de los vencidos; límite en la oquedad del caracol, desplegado en una espiral de augurios, o en el sueño que se refugia en un rincón de la noche para reinventar la cómplice gramática del día; contorno señalado por las alas de los ángeles en la oscura tempestad de los eclipses.
Miguel Torres cabalga entre la imagen del oficiante y el rompeolas de la memoria: la acumulación de tensiones multiplica la tragedia. Como en su poema “Lo que ofrezco al final de la noche”, la voz semeja una lenta letanía que desgrana y siembra objetos en el paisaje del patio, en la madera de la repisa, en el alar sin vuelo del tejado, en la piel del asombro, en la piedra y en el fuego. La tragedia reposa desnuda en palabras que andan por la casa y penetran silenciosas en los ojos sin notificarnos su presencia. Todo es sutil, pero denso, en el poemario de Miguel, hasta en la imagen juguetona en apariencia que intenta borrar el sobresalto:

Mis palabras son sueños
de luciérnagas
que sueñan con estrellas

Una suerte de encabalgamiento de los sueños en que las palabras se hacen luz y el texto resplandece con una claridad de animal y cosmos, de vecindad y lejanía.
Los elementos, o lo elemental, se deshacen  en las páginas de este libro: del fuego o la luz al agua, de la tierra al aire y de estos a la madera, el quinto elemento en la cultura china. El fuego campea desde el primer título hasta el último: se percibe el ruido seco, rápido y repetido del leño que arde y el reflejo de la luz solar que pasando por la luna desaparece en las cuencas sin ojos. Incendio y oscuridad; muerte con alas calcinadas.  Como una eterna promesa, Prometeo encarna en el poeta para alumbrar el texto, aun con la tragedia. Como una efímera promesa, el leño descubre su destino.

Fue prometeo jugando con los hombres
quien se atrevió a colocar en sus manos el fuego

mi promesa de ceniza

La imagen de la tierra se ablanda en el barro, en una especie de amalgama con su opuesto: el agua, o en el patio donde la lluvia deja oír su oscuro canto, o en el tinajero, que es cisterna y fuente, que contiene y se desborda, que aprisiona y purifica destilando el contenido.

la sombra del tinajero y su milagro cóncavo
destilando secretos en el rincón

Recorrer con el poeta los lugares secretos, deambular como fantasma entre los vientos, descifrar el milagro del caracol que se abre al infinito, indagar por los ombligos en los árboles, auscultar lejanías en el aleteo infame de los pájaros, leer el hechizo iluminado o abrevar en el aljibe son rituales a que invita la palabra de Torres Pereira mientras ríe el relámpago en el tenue pabilo de las lámparas.
En este remolino de ausencias, nacen vuelos y caídas ocultos por la presencia de objetos familiares que atestiguan y conjuran los desvelos de una palabra torturada por la angustia, mientras la tinaja de la noche se acurruca en el aljibe  implorando que un día la tierra nos sea leve como el canto.

El poemario de Miguel Torres contó con la ilustración de la pintora Rosnell Baud.

miércoles, 30 de marzo de 2011

El legado de Prometeo

Escrito por Víctor Menco Haeckermann    
Martes, 17 de Noviembre de 2009 15:05 
Miguel Torres Pereira. Estación del instante. Colección Los Conjurados, Bogotá, 2007. 73 páginas.

Cuando los hombres, necesitados de luz y calor perpetuos, recibieron de Prometeo el fuego robado a los dioses, sabían que les sobrevendría un castigo. La mitología griega nos habla de las plagas que por esa causa Zeus mandó al mundo, contenidas en la Caja de Pandora. Pero el poemario Estación del Instante, del escritor colombiano Miguel Torres Pereira, nos revela un castigo más doloroso: El fuego, en las manos de los humanos, nunca sería eterno como el fuego del Olimpo.

Fue entonces que el hombre –si preferimos la recreación del mito que hace el poeta– entendió instintivamente que la llama sería frágil en sus manos. Temeroso de perderla para siempre, la resguardó de la lluvia y el viento en el fondo de la caverna. Allí le construyó un altar y prometió avivarla cada cierto tiempo con el pasto seco de los campos, y sacarla a la intemperie sólo en pequeñas porciones, de antemano destinadas a perecer.

Esta es una de las lecturas que nos permite entender al hombre del que nos habla el poeta Torres Pereira (Arjona, Bolívar, 1960), autor también del poemario De luna y piel en otro ámbito (1996). Este sujeto, a pesar de que se encuentra en la civilización, todavía le teme al regreso de la oscuridad perpetua como castigo divino: “Tal vez esta sombra que se escurre / sea la medida exacta de mi miedo”. Vive aún en ese universo, ya no primitivo, sino primigenio, elemental, como se refleja en el poema Atrapando un poco de luz: “Bastó la orilla vacilante de las seis de la tarde / para entender que aún quedaba luz / entre mis manos / Bastó el corredor apretado de penumbras / para saber que mi madre me pediría prestada / la luz que atrapé para encender su lámpara / y convocar una legión de sombras […] Ahora comprendo por qué la ventana / permanece cerrada / Mamá cree que la noche apagará su lámpara / teme que la poca luz que aún queda en mis manos / la gasten las luciérnagas para pintar su abdomen / y la noche nos devore”.

Como hemos visto, una vez que ha perdido el fuego, este hombre se aferra, como última esperanza, a la claridad de la tarde o a la luz que le ofrecen los relámpagos en medio de la noche (la otra tarde). Necesita así sea de esos destellos de claridad para encontrarse a sí mismo: “En el celaje del relámpago / hallé el camino de la infancia […] Infancia sagrada ungida con hierbas y asombros / festejada en el filo de la luz / con una ronda de pocas voces / Sólo éramos tres anudando / miedos en el reclamo del trueno / en la desolación de los espejos / en los baúles y su abandono / Sólo éramos tres en medio de la tarde / en el corazón de la noche”.

Los tres capítulos del libro: Atrapando un poco de luz, Orillas confesadas y En otro ámbito, están atravesados por esa condena que padece el yo poético: elementos como el humo, indicio del fuego, le recuerdan a su padre inaugurando el día con una fogata como si con ella encendiera la luz diurna, o su abuelo reduciendo el tiempo al fuego. A ese mismo humo le suplica: “Muéstrame las cavernas y su incendio milenario / las erupciones y el rayo / que confiesan tu presencia fragosa / cuéntame de Prometeo y la antorcha / que encendió en la esfera del sol / del tabaco del abuelo y sus dos leguas de camino”.

El fuego terrenal está condenado a extinguirse, es el destino terrible. Es una metáfora de la vida, ya que la vida es una de las estaciones del Ser, o, ese instante que le regala la muerte; de la misma manera en que el fuego, en esencia, contiene su propia ruina: “Fue Prometeo jugando con los hombres / quien se atrevió a colocar en sus manos / el fuego / mi promesa de ceniza”. Sin embargo, el poeta, hijo directo de Prometeo, parece tener su contra-venganza. Porque, a pesar de todo, la luz de los dioses (el sol, el rayo, las estrellas, la luna y todo lo incandescente de la naturaleza) también se vuelve frágil si pasa por el lenguaje poético: al fin y al cabo hay un “relámpago que perece en la tiniebla”, “El aljibe se estremece / Su intimidad de agua / aloja una luna que se deshace / bajo diálogos de lluvia”.

*Escritor e investigador literario.

Fuente: Dominical, diario El Universal, Cartagena, enero 20 de 2008, Nº 1132, pág. 7.

Amigos de Miguel Torres Pereira

Argemiro Menco, Hernando Socarras, Miguel Torres Pereira


Meira Del Mar, Miguel Torres Pereira

Miguel Torres Pereira, Gabriel Garcia Marquez

viernes, 25 de febrero de 2011

El legado de Prometeo

La poesía de Miguel Torres Pereira
JAIME ANGULO BOSSA
 
Su título, “Estación del instante”, pasma. Menos no se puede soñar, ni cantar. Gota de pluma de poeta y respiro detenido que lo mece, mira y se embelesa con ella.
Poemario breve, de enjuta pero tersa lira, llega a mí como paloma mensajera de la belleza desde Arjona, donde nació y vive su autor. Mis pasos, ya lejanos, se anticiparon allí a los suyos y quizás, si quitaran de sus trochas el tiempo y el polvo que los tapan, se verían las huellas del adolescente que yo era y no podía adivinar que alguien, posterior caminero, llevara en sus alforjas tesoro tan poético y con él deslumbrara al transeúnte anterior, que viejo escritor ahora, encandilado está por este adulto poeta de 49 años y la luz de su breviario lírico.
¿Su nombre? Miguel Torres Pereira cuyo segundo apellido, el mismo también de mi abuelo materno, le sirve para la poesía que hermosamente escribe y a mí tal vez para la dialéctica prosa de mi ideario. Por eso mientras él es pluma al viento que roza el corazón, lo deleita y de él se adueña, yo soy principio sembrado en mi conciencia siempre combatiente y combatido pero recio ante intolerantes que quisieran callarlo. Por eso pienso que el poema tiene más fuerza en lo bello que encierra que el cemento en la viga del político antipueblo que sobre ella cree sostenerse a sabiendas de las fracturas éticas que la quiebran.
Perteneciente a la “Colección Los Conjurados” de “Común Presencia Editores” y antecedido por magnífico prólogo de Argemiro Menco Mendoza, intelectual, emocional y estéticamente rapo los 46 poemas de “Estación del instante” y no los devuelvo. Ya los metí debajo de mis sueños para oírlos, acompasadamente con ellos, y comprender por qué el instante estacionado repetido en cada verso supera gigantesca belleza dicha de una vez.
Yo, y lo he confesado, que no pude ser poeta alado sino ideólogo de pies secos y he dicho por qué no pude, me declaro poseído por los poemas de “Estación del instante”. No siendo crítico literario sino víctima afortunada del buen gusto inmerso en la poesía, el pensamiento que profeso no me cierra el paso para llegar hasta ella basado en que el político acusado de roma sensibilidad, a veces la pule y canta. Al contrario: me lo abre como flor que se expande al ser tocada por el sol o la brisa. Ahora lo estoy por la gracia pequeñita del instante bellísimo que Torres el poeta estaciona. ¡Qué raro espécimen humano soy al pensar más cuando me asedian rumores estéticos como ahora! Lo digo sin rubores: No quiero que me quiten las esposas que esta poesía me ha puesto para que, preso de su hermoso aliento, me quede de pie ante ella alimentándome del arco iris de sus versos cuyos colores me llevarán al sitio donde nace el firmamento.
¿Cuál de los poemas de Torres me deleita más? ¿En cuál instante de esa estación fugaz sus versos paralizan mi mundo durante el segundo que requiere la inspiración? Enfilados como soldados del arte con sus morrales eternos, todos responden con dianas que señalan amor, dolor, vida, muerte, brisa y mar, mar de olas conjuradas huyendo del viento perseguidor.
Solidario con todos a ninguno cito, mas de pie sobre tan leve “Estación del instante” los llamo para que mi conciencia ideológica vea en ellos el alado corazón poético que no tuve.
*Abogado, catedrático, ex Representante, ex Senador, ex Gobernador, ex embajador ante la ONU.
http://www.eluniversal.com.co/opinion/columnas/la-poesia-de-miguel-torres-pereira

martes, 25 de enero de 2011

Primicia De La Sombre















Para Abreviar Estos Abismos

 
CRONOS (DIOS DEL TIEMPO)

Tiempo

Tiempo festejado en la danza
de este  trazo circular y urgente
de días sucediéndose
Celebrado en la liturgia
de un destino que niega
la vocación de sabernos en el asombro
o fugarnos ambiguos en el miedo

Tiempo cantado por el gallo
en la castidad del alba
ofrecido en su pregón
por la voz del verdulero
que anuncia el perejil y las mazorcas
cuando canta sus cebollas

Tiempo delineado en la coordenada secreta
que orienta al girasol  
en la fugacidad del colibrí y su vibrante aleteo 
en la distancia que separa a las astromelias del viento

Tiempo prisionero
insomne en la piedra y su oscuro silencio
en la memoria de  su inercia embestida
 en la arista cautiva en la geometría del cristal

Tiempo confesado por la lluvia
en los paraguas de la tarde
en el diálogo de la brisa
en el diáfano argumento de la luna en el aljibe
en el coqueto zumbido de alas
cuando ocurre el milagro de un néctar laborioso
en la queja del tambor y de la gaita
y su reclamo en la voz de los ancestros

Tiempo azotado por el trueno
rasgado por la violenta espina de la rosa  
estremecido por el fragor del fuego
por el dolor que purifica y salva
Tiempo sin origen
sin final
absoluto
rastro nómada de sombras
 en la clandestinidad de la luz
en la elementalidad del instante

Tiempo circular
sin llegada
sin regreso
tiempo total  intangible 
te ofrezco mi brevedad  mis cenizas
para que repitas el milagro
en mi caída a tus abismos                                        
en mi final.


Autor: Miguel Torres Pereira


Para abreviar estos abismos
               
La noche ensimismada
en su silencio unánime
acoge el vértigo
que traduce el lenguaje secreto de la zozobra

Coordenadas anónimas
de cada muerte que anticipa la caída
frente al vacio indescifrable
de espejos que devoran en su enigma
toda luz posible 

El asedio de una lágrima
en la pupila del miedo
me confirma esta nada que alojo
me niega este todo que grito

Somos silencios en la canción nómada
que confiesa sus raíces
                        en el duelo del pájaro
que llora al cadáver mutilado
que alguna vez hemos sido
                             en cada rio recorriéndonos
con su grito terrible
                             en la trayectoria del relámpago
que enciende el pábilo de la noche  
                             en la última llovizna
que bebemos en las manos
para reinventar el vértigo
                             en cada puente colgado
que abrevia estos abismos
donde oficia el dolor de ser fugaces
en el último salto
                             en el único vacío.

Autor: Miguel Torres Pereira